No nos planteamos qué se nos había perdido en Namibia; cualquier lugar del mundo tenía mucho que enseñarnos. Llegamos al aeropuerto. Un conocido nos dejó un todoterreno y allí que nos fuimos a la aventura. Llenamos el tanque y compramos litros y litros de gasolina antes de salir.
Por entonces tu padre estaba completamente enamorado de su novia; del surf y algunos libros que se llevó. A mi me gustó la idea de independencia y reto que suponía el desierto. Y ocho días después supe que no era sólo independencia, era libertad. Viajamos por toda la costa del desierto del Namib. Arena y mar fue lo único que vimos durante días.
¿Qué sentido tenía ir vestido siendo un granito más de arena?
El desierto es libertad, es uno mismo, es todo lo que puedes ver y nada a la vez. Es un aire distinto. Nos desnudamos y acampamos en algún lugar. Cogimos olas, pasamos tardes enteras en el agua. Surfeando, leyendo, siempre pendientes a la gasolina que nos quedaba.
Fue al amanecer del día 12 cuando, dispuestos a seguir nuestro viaje, el todoterreno no quería arrancar. Estábamos a 50 kilómetros de la ciudad más cercana y con solo cinco botellas de agua. Nos miramos con ansiedad. Arranca, por favor, arranca.
La rueda estaba totalmente cubierta de arena, y cuando la noche llegó tu padre me cogió de la mano y echamos a correr. Corrimos con intensa plenitud. Corrimos, corrimos y caímos rodando de una duna hasta el mar, nos bañamos, nadamos, buceamos. Gritamos, siempre gritábamos, le cantábamos al mar. Salimos del agua, temblando de frío e incertidumbre.
Esa noche nos abrazamos como nunca. Lloramos, reímos e hicimos el amor de una forma diferente.
El milagro es poder contártelo.
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