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Milagros

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Hará un par de años, llegando a casa, a mi casa vallekana, tuve un pequeño percance que no por repetitivo lo sé manejar.

Me ha pasado un montón de veces. Cuando estoy próximo al portal y alguien me ve acercarme con decisión, noto que se acojona vivo. O mejor dicho viva, porque la mayoría de las veces que me ha pasado esto, unas veces en mi portal y muchas otras andando por la calle, las que se acojonan suelen mujeres. No siempre, pero suelen ser mujeres de edad avanzada…

Por algún motivo percibo su miedo y no sé muy bien cómo reaccionar. Al fin y al cabo, yo sólo voy a mi casa.

Cuando he llegado a ver de lejos que esa situación se puede producir, he preferido esperar un pelín para que las señoras en cuestión no se lleven ningún susto. Ni qué decir si esa situación se produce a altas horas de la noche o de madrugada…

Tengo la suerte, buena o mala, de vivir en un portal situado a apenas 15 metros de la esquina del edificio, así que a veces recular de una manera descarada puede ser mucho peor…

Para colmo vivo en el bajo. En la primera puerta según se entra de un portal angosto y oscuro. Así que con la gran mayoría de los vecinos no me suelo cruzar. En definitiva, que quitando a la vecina contigua, no me conocía nadie.

Pues bien, aquel día había una señora muy mayor con bolsas que parecía muy fatigada.

En los escasos metros que le faltaban para llegar al portal, vi que la señora se paraba varias veces. Se apoyaba en la pared, cogía y dejaba continuamente las bolsas en el suelo.

Con mis pasos firmes, capté su atención…

Me chocaron sus manos arrugadas y marcadas por las asas de las bolsas.

Saqué las llaves.

Era una anciana, muy mayor, tenía pinta de pasar los 80 años… Me miraba con atención y aunque no percibí miedo, si percibí curiosidad. Esa sensación me dejó más tranquilo…

—¿Me permite?

La señora se echó a un lado y abrí.

—Pase, pase —le dije abriéndole la puerta. La señora cogió sus bolsas y pasó.

—¿Quiere que la ayude? Dígame a qué piso le subo las bolsas y se las dejo en la puerta.

—No, no, gracias.

Ahí sí que pude notar, si no miedo, sí desconfianza.

Pensé que lo mejor y más tranquilizador para la situación era que viera que realmente era un vecino, así que me adelanté un par de metros, abrí mi puerta y dejé ver cómo las dos gatas salían a saludarme. Puse las gafas de sol en el recibidor y me volví hacia la señora.

—Permítame… Si no me cuesta nada… Me dice la puerta y se lo subo.  Así usted sube más tranquila y con menos peso.

Tras examinarme de nuevo y mirar de reojo hacia mi casa, la anciana cedió.

–Bueno, hijo, gracias —y estirando la mano me dio las dos bolsas—. Es el 5º, el 5ºB.

—No se preocupe, se lo subo y allí lo dejo.

Mientras subía pensaba en la putada que tenía que ser vivir en un quinto sin ascensor para una mujer tan mayor. Lo limitadas que tenía que ser sus salidas a la calle por esa circunstancia.

Cuando bajaba, la señora no había llegado ni al primero.

Subía los escalones de uno en uno, apoyándose en la barandilla.

Cuando volví a casa pensé en por qué una mujer tan mayor no hacía que le llevaran los mozos de la tienda la compra, pero no volví a pensar mucho en el tema.

Al tiempo, no mucho, no más allá de pasadas dos semanas, vi a la mujer en el súper del barrio. Me acerqué a saludarla.

—Buenos días.

De nuevo tuve la sensación de que la señora se asustó, pero mirándome tras las gafas, cerrando ligeramente los ojos, como enfocándome, percibí que me había ubicado y que ya sabía quién era.

—Hola, buenos días.

—Vaya día hoy… Se nota que viene el frío de nuevo. Muy gris y muy desapacible.

—Sí, sí, la verdad es que sí.

Noté cierta desconfianza y pocas ganas de ser comunicativa conmigo, así que no insistí:

—Bueno, voy a seguir comprando, si necesita que la ayude a llevar o subir algo, ya sabe, soy el del bajo C.

—Gracias, gracias… Pero he bajado solo a por pan y leche. Con eso puedo. Gracias, muy amable.

Me echó una sonrisa de abuela, forzada, muy gesticulada.

Volví a encontrármela alguna que otra vez, y siempre note esa cierta desconfianza que me disuadía de entablar cualquier tipo de conversación.

Una mañana de sábado, a eso de las 11, tocaron a la puerta.

Al abrir me llevé la sorpresa de que era la señora.

Observé que no tenía más que una bolsa con una barra de pan.

—Buenos días, dígame.

—Hola, hijo, ¿te pillo en buen momento?

—Sí, sí, dígame. Estoy arreglando un poco la casa. Pero vamos… Dígame.

—Verás, es que esta mañana han cortado el agua y no sé qué le ha pasado a la lavadora que no puedo ponerla bien. Es de esas modernas y no sé qué le pasa, hay una pantallita azul y pone error… La he encendido y la he apagado y nada. No lo consigo. He llamado a la Asun, mi vecina, y no puede tampoco, y el hijo de la chiquita esta extranjera que vive en el 4º dice que no sabe. Y, como he bajado a por el pan, he tocado a ver si tú puedes.

—Claro, mujer, no se preocupe, subo en un minuto. Vaya subiendo usted que ahora mismo subo.

—No hace falta que sea ahora. Cuando puedas, si yo ya no me voy a mover.

—No, no se preocupe, subo ahora que no pasa nada.

—Ay, hijo, muchas gracias. Recuerda que es el 5ºB.

—Lo recuerdo, subo ahora mismo.

—Gracias, gracias.

Contabilicé el tiempo que tardaría la mujer en llegar al 5º y subí.

—Pasa, pasa, hijo. Muchas gracias. Pasa por aquí. Que yo tengo la lavadora en este cuarto.

La casa tenía un olor muy fuerte, un olor a rancio, aunque se veía que era una casa cuidada y limpia.

Me acordé del olor de la casa de mi abuela… La vejez huele. Los muebles eran muy viejos y al pasar por el comedor pude ver unos cuadros colgados de dos niños vestidos de comunión que debían de ser de finales de los 60, unas fotos roídas por el tiempo con los looks de entonces. En otra pared, un cuadro en pastel de una pareja de abueletes con la foto que sirvió de original, pequeñita, pillada en una de las esquinas inferiores. La foto era sepia y muy antigua. Encima del tresillo había una foto de boda de mediados los años 50, y al lado un óleo de lo que parecía ser la misma pareja años después con un fondo muy bucólico de un paisaje con lago y montañas.

La señora tenía una tele plana, moderna, que bailaba en el hueco de una librería de nogal con una vitrina llena de copas, vasos y platos, con los estantes llenos de figuritas, de muñequitas vestidas con trajes de jota, de flamenco, angelitos de porcelana, y algunos souvenirs. Recuerdos de Sanabria, de Toledo y cosas así. El tresillo tendría que tener al menos 30 años. Una mesa de centro cuatro posiciones con unos mantelillos de ganchillo con ceniceros y más figuritas y una horrible estrella de mar atrapada en un metacrilato amarillento… Todo muy rancio.

El cuarto en cuestión, recargado, estaba lleno de fotos. Todas del mismo chico. Una vestido con el traje del Rayo en un campo de tierra, otra del chico más crecidito, con pinta de lolailo en un Simca 1200, otra vestido de militar…

Había un cabecero de latón plateado de tubo cuadrado con forma de nubes redondeadas, presidido por un crucifijo del que colgaba un rosario…

«Como la cocina es tan pequeña puse la lavadora aquí por la toma de agua».

La lavadora estaba debajo de una estantería con varios trofeos y medallas colgadas junto a una enciclopedia y libros casi mugrientos que tenían pinta de llevar siglos sin haber sido movidos. Había junto a esa estantería, otra mucho más pequeña con forma de casita de madera, llena de minifiguritas muy pequeñas. Parecía una especie de expositor de todas las figuritas sorpresa de unos cuantos roscones de navidad.

A la lavadora no le pasaba nada. Simplemente había que dejarla un tiempo superior a 30 segundos apagada para que se formateara y al encenderla volviera a funcionar.

La señora quedó encantada, me llamo majo mil veces y yo me sentí un ciudadano ejemplar.

Desde aquella vez, todas las veces que nos encontramos, bien en el súper, en el portal, o bien en la calle, la señora se mostró muy simpática y habladora.

En uno de esos encuentros en el súper —verdadero centro social del barrio—, ya animado por “nuestra creciente amistad”, le pregunté por qué en vez de subir cargada, no mandaba que el súper le enviara a los chavales que tiene para llevar las compras a domicilio.

La señora me dijo que bajar a comprar e ir a misa eran las maneras de salir de casa, de hacer algo de ejercicio. Que le gustaba encontrarse con «otra viejas» del barrio y hablar un rato con ellas, y que además ella no solía hacer listas de la compra. Que para ella era una distracción bajar a comprar y viendo los productos y precios pensar qué hacer de comer o de cenar.

Un día me encontré a la señora acompañada del brazo por una mujer mulata. Una chica racial, guapa, fuerte.

Me presentó diciendo «mira qué vecino tan guapo tengo».

Eloísa era una asistente social que ayudaba a la señora unas horillas por las mañana varios días a la semana.

A la señora le encantaba hacer de alcahueta. A Eloísa y a mí nos hacía gracia las pullitas que nos tiraba. Y nosotros, la verdad, le seguíamos el juego.

«Pues Eloísa está soltera… Una pena»…

Subía alguna que otra vez a llevarle algún recado. Ella sabía que Eloísa y yo hablábamos a veces y siempre hacía guasas. Era gracioso ver cómo intentaba hacer que coincidiéramos.

La señora más de una vez me encargaba chucherías y bollos. E incluso a veces comida, diciéndome que era para Asun, la vecina de enfrente. Una mujer cerca de los 40, separada, madre de dos chicos y trabajadora que sacaba algo de tiempo para pasar, dar algo de coba y ayudar un poco a la señora. Algo que me hacía verla como una auténtica superheroína.

«Es qué se porta muy bien conmigo».

«Tráeles algo a los niños».

«La pobre está sola y bueno, yo no tengo mucha pensión pero si puedo le ayudo».

«Ahora ya son unos hombrecitos, pero cuando eran más pequeños y yo tenía más fuerzas, se los cuidaba. Como no tengo nietos… Estos como si lo fueran… Son muy buenos».

«El pequeño es un poco granuja, pero me quieren mucho».

A veces se peleaban y era digno de ver.

«¡Qué mujer! ¡Qué alto habla! ¡Que yo lo que estoy es medio ciega, no sorda!”

Poco a poco me fui enterando de algunos detalles de su vida. Supe que se había quedado viuda hacía ya 20 años, que su perrita se murió hace poco, que ya no tenía ganas de tener otra. Que los gatos le parecían traidores y sucios…

Una tarde me contó algo que me cortó como con un sable. Me dijo que sus dos hijos murieron hace mucho. Uno de niño, por una tuberculosis, allá por los 60, con apenas 10 años. Y que su otro hijo murió de sida a principios de los 80 en la cárcel, donde acabó por ser «drogadicto».

La mujer al contármelo parecía afectada. Miraba a la nada. Se le notaba el dolor aún. Parecía seguir buscando porqués.

«Era muy buen chico, un ángel, pero se juntó con quien no debía. Vallekas entonces era un sitio difícil»…

Ver la resignación de la señora, ver la pena en esos ojillos pequeños y arrugados, me llenó de un sinsabor difícil de explicar.

Una mañana de sábado me la encontré cerca del parque. Estaba con Asun. Iba pintada, llevaba los labios rojos y las uñas de las manos a juego. El pelo de un gris casi violeta perfectamente peinado. Llevaba un anillo de oro y un abrigo de garras.

Le pregunté qué se celebraba y me contó que un sobrino de Logroño venía a por ella porque se casaba un hijo de éste y que se iba a Leganés a la boda.

—¿Tú crees que estoy guapa?

—Estás guapísima, ¡radiante! Vas a ser la reina de la boda.

Me brindó una sonrisa maravillosa, inmensa, con los ojos iluminados.

Días después murió. Asun me contó que se cayó en casa. La encontró en el baño.

Me tranquilicé cuando supe que murió al caer, lo decía la autopsia.

Durante unos segundos morí de dolor al pensar que quizá se cayera y nadie la socorriera hasta morir.

Han pasado ya algunos meses y hoy ha venido Asun con esos sobrinos de Logroño. Me han timbrado y los he recibido.

Al parecer escribía un diario y en él habla de mi. Prometo que he tenido que aguantarme las lágrimas. He sentido mucha pena y mucho amor a la vez.

El sobrino me ha dado las gracias por haber sido «bueno» con ella.

Dios…

Me ha entregado una cajita metálica. En su diario ponía que quería que esa cajita fuera para mí. Al parecer en algún momento le dije que esa caja era muy bonita.

Me ha roto el alma. Yo ni siquiera recordaba esa caja. ¡Qué mierda!

Es una caja preciosa, la verdad. Una caja oxidada por las esquinas, con los colores descoloridos y que hace ruido al abrirla y cerrarla…

Dentro no hay nada, pero cabe todo.

Milagros, su nombre, era una mujer que me provocaba una infinita ternura.

Se me viene el recuerdo de sus ojos pícaros riéndose tras una catarata y unas gafas de culo de botella que a veces buscaba y siempre llevaba colgadas del cuello…

Esa sonrisa mellada. Sus infinitas muecas siempre acompañando sus dichos. Ese café con leche con dos cucharadas de azúcar… Esas peleas con el mando a distancia…

Milagros. Una gran mujer. Una mujer luchadora a la que sólo el tiempo pudo vencer.

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