A las once y media se apagó la luz. Ariel y mamá abrieron la puerta con cuidado: papá dormía. La radio sonaba; mamá bajó un poco el volumen y, siempre en silencio, se aseguró que Ariel se acostara y se cubriera bien. Ella se quitó los zapatos y se acostó al lado de papá.
Media hora antes, papá había abierto todas las gavetas y sacado toda la ropa de mamá, hasta ensuciarla de nuevo, como todos los días. Luego, había encendido la radio y se había puesto a cantar a todo pulmón con su voz de barítono, que había aprendido a explotar en las cantinas. Papá era cantante aficionado y borracho. Ariel se avergonzaba de su padre. Cuando lo acompañaba al trabajo, a papá le gustaba cantar en la calle, en voz alta, y Ariel sentía la mirada de la gente. En este país casi nadie canta sobrio.
Mamá se avergonzaba de papá y papá se avergonzaba de papá cuando la resaca le daba coscorrones de camino a la carpintería.
Pero Ariel y mamá eran felices todo el día. Ariel estudiaba mucho y leía más; casi siempre los mismos libros, porque en este país ningún padre compra libros a sus hijos. De vez en cuando iban al parque o miraban las vitrinas del centro comercial. Un par de veces Ariel comió en algún restaurante mientras mamá lo veía, sonreía y juraba que no tenía hambre.
Su único hijo.
Nadie sabía por qué papá era violento. Mamá siempre dijo que papá sufrió mucho cuando chico; pero Ariel sufría también y mamá había sufrido tal vez más que todos juntos. Papá había perdido al abuelo; su madre, la abuela, había llevado a un sustituto más rápido de lo sospechado. Era cierto, según las mujeres, que la abuela y el nuevo abuelo, por decirlo de algún modo, hacían el amor en los campos de café mientras el primer abuelo pescaba en el río. Las malas lenguas aseguraban que el abuelo se había suicidado; tal vez no supo o no quiso soportar la vergüenza.
Ariel y su padre tenían todas las sangres del universo. Había una mezcla de costa y meseta, de páramo y bosque. Quizá esa sangre mestiza era voluble, quizá papá veía al abuelo dentro de la botella, entre los reflejos y el zumbido del paraíso. Ariel se preguntaba a qué sabía, si era verdad que era útil para dejar el presente de lado. Él, el último hijo del alcohol, estaba decidido a morirse de otra forma, si fuera posible. Cualquier cosa puede empujar hacia el deseo. La apatía del cuarto húmedo o algún amor desahuciado, puede que algún desprecio, el deterioro de las relaciones, cualquier cosa.
Mamá está todo el tiempo irritada por la vida. Su hijo es también un donnadie, si bien él se llama a sí mismo un bon vivant, aunque mamá no entienda qué diablos significa. Su hijo terminó barnizando tablones al lado del viejo; empapándose de la amargura de la vida, cómo sudaba la lata, cómo su padre se detenía de vez en cuando para beber un sorbo; y Ariel no hablaba mucho y su padre menos. La sonrisa fácil del ebrio era la señal: su padre le contaría historias y le daría consejos, le hablaría de mujeres y reiría. Sobrio era hermético, serio, amargado. El viejo ebrio con las manos astilladas y el serrucho apoyado sobre la pared sucia y Ariel que a su vez barnizaba hasta que se le entumecía la mano derecha.
Ariel apretaba los ojos y sentía calor en los pies, en el pubis. Hay un momento en el que se duerme bien, tranquilo, feliz, si uno decide detenerse e irse a dormir. Su padre no sabía detenerse y solo dejaba de beber cuando ya no tenía nada en los bolsillos. Entonces se enfurecía y emprendía el camino a casa. En el camino mientras se tambaleaba, recordaba la risa de las viejas, las miradas de lástima, porque era el hijo del pescador suicida, de la puta del café, el chico que debía velar por sus hermanos, que no eran suyos. Años después la huida, el trabajo duro y la chica tímida en el mercado del Sur, sin padre, sola y enamorada. La escapada al norte y el regreso triste. Se reencontraron e hicieron el amor sin saber cómo. Después el bebé y la boda apresurada. Las camisas como pañales y el sentido del deber. Pagar el alquiler y la comida, las visitas al pediatra, el chico raro que lee libros, su esposa cada vez más resentida y las ganas de beber, como el viejo pescador antes de colgarse en el árbol.
Martillazo a martillazo la vida se diluye como el agua en la roca, dice la canción, y en la cantina todos estamos igual de jodidos, pero somos hermanos de sangre y levadura. Aquí cualquiera es bienvenido y el limón y las lágrimas no escasean. Papá lloraba por su padre.
Hay una visión perenne, lejana, de su padre abrazándolo de madrugada y despidiéndose, le dice que lo quiere, que no sufra, que se largue lo más pronto posible. Cuando despierta recuerda dos hechos: las lágrimas tibias de su padre y el olor a alcohol. Tal vez por eso llora cuando el niño y la mujer duermen, porque un hombre solo debe llorar a oscuras, cuando ya ha hecho daño, cuando la cabeza empieza a lamentar los vasos y las risas amuralladas.
El viento vuelve sobre sí por momentos y la ácida reverberación del frío ataca en el primer golpe; es inevitable sentirse bien, olvidarse de todo, sentir espasmos, pensar en nada, reírse cuando uno trata de pensar con claridad, pero esto lo estoy soñando o está pasando de verdad tal vez no es cierto que soy un fracaso quizá alguien me escribe me sueña me hace actuar en este escenario tambaleante es posible que las cosas se rompan bajo su propio peso y el defecto general de los hombres es entregarse al vicio a la multitud al dolor al hambre al hampa al sueño a la muerte al firmamento a la ácida reverberación del frío que ataca en el primer golpe.
Después el hambre y la risa, la sed y el retorno.
Mamá cose una camisa ajena. El reloj que da las nueve y mamá no quiere ver. Es momento de oír la puerta, de esperar que quizá hoy no se abra de golpe y que ojalá no entre el carpintero borracho, vociferante, con la música de todos los pueblos en la sangre.
Hoy será tal vez su hijo, con los pies pesados y la risa larga, quizá su hijo, tal vez mañana empezará a esperar las nueve para oír dos voces felices, la de un padre y su hijo, cantar a todo pulmón All Along the Watchtower y Que no quede huella, al unísono, sin sentido aparente.
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